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Es difícil acertar el momento en que hay que poner en marcha el proceso para elaborar un protocolo familiar. La teoría explica que es preciso hacerlo lo más bien posible, pero la práctica enseña que es habitual llegar tarde. A menudo porque hay problemas más urgentes, a menudo porque no se quieren generar conflictos allá donde no hay –al menos a primera vista-, la sucesión a la empresa familiar acostumbra a planificarse más tarde de aquello que habría sido conveniente.

El protocolo familiar es el pacto o contrato firmado entre los socios de una empresa familiar y/u otros miembros de la familia empresaria, para regular las relaciones internas a la empresa y a la familia, así como también las relaciones entre una y otra. El documento establece las reglas del juego que la familia empresaria fija en materias como ordenación de la sucesión, restricciones a la venta del capital de la empresa o criterios de acceso de los familiares a los puestos de trabajo y dirección. Cuando una familia empresaria empieza a preguntarse cuando tiene que empezar a planificar la sucesión es porque, seguramente, ya han empezado a advertirse los primeros problemas o porque, como mínimo, ya se está viendo que el relevo generacional no es tan lejano como en un principio parecía. Y esto quiere decir, a la práctica, que ya se está haciendo tarde. Si ya hay dos hermanos postulándose para suceder el padre o si este ya ve que es necesario empezar a pensar en la jubilación, será mucho más difícil lograr los consensos necesarios para el establecimiento de las normas que tendrán que regir la sucesión y, por lo tanto, se hará evidente que todas estas cuestiones hubieran sido mejor tratarlas antes.

Es muy fácil escribir estas reflexiones y, en cambio, es muy difícil, como decíamos, acertar el momento. En primer lugar, porque la empresa familiar nace de una manera espontánea que, a menudo, es difícil incluso de apreciar. Como no hay (ni es deseable que haya) un tipo legal específico para este tipo de empresas, su constitución será la misma que la de cualquier otra sociedad. Por lo tanto, la persona que la pone en marcha ni siquiera tiene por qué pensar que aquella empresa es –o será- familiar. Ni siquiera cuando es un grupo de hermanos o primos quién la constituye, tiene por qué plantearse que este hecho diferencia, marca o condiciona su proyecto empresarial. De hecho, es perfectamente posible que una empresa esté formada por un conjunto de hermanos y, aún así, no sea realmente familiar.

Una empresa familiar nace en el momento en que se aprecia la vocación de continuidad como tal. El solo hecho que todos los socios sean hermanos –para poner un caso- o que sus administradores también lo sean, no convierte la empresa en familiar o, como mínimo, no le genera los conflictos y los riesgos que sí se pueden apreciar cuando se introduce la vocación de que aquel proyecto tenga continuidad dentro de la familia. Si los hermanos o primos que han constituido la empresa tienen previsto venderla pasados unos años a un fondo de inversión, el vínculo familiar inicial será circunstancial. En cambio, cuando su voluntad es la de dejarla a sus hijos, de forma que estos continúen siendo propietarios y gestores del negocio, entonces sí que podemos afirmar que nos encontramos ante una empresa verdaderamente familiar.

Esto nos sirve para situar ya el momento en qué es conveniente empezar a planificar la sucesión y, por lo tanto, empezar a trabajar en la elaboración del protocolo: es el momento en que se tiene conciencia que la empresa es familiar porque tiene vocación de continuidad. En unos casos, esto coincidirá con su constitución pero, en otras, llegará con el paso del tiempo y el cambio de circunstancias. Difícilmente un emprendedor que ni siquiera tiene hijos en el momento de poner en marcha el negocio se planteará como organizar la sucesión, sobre todo porque tendrá preocupaciones más urgentes, como por ejemplo hacer que aquella idea que ha tenido pueda encontrar su espacio en el mercado. En cambio, a una sociedad constituida ya desde el principio por un grupo de personas con vínculos familiares que tengan claro que quieren legarla a sus sucesores, verá que tiene que empezar a planificarse cómo hacerlo desde el primer momento. 

En los casos de empresa familiar “sobrevenida”, para decirlo de alguna manera, es evidente que se hace más difícil acertar con el momento de ponerlo todo en marcha, sobre todo porque es una preocupación que llega de manera quizás inesperada. Pero la cuestión se tiene que tratar sin demora. Si no, se corre el riesgo de convertir el protocolo en una herramienta de resolución de conflictos (cosa que no es) en lugar de una herramienta de planificación (que es aquello que es).

El protocolo familiar, que se configura como un conjunto de normas para regular las relaciones entre empresa y familia, necesita el consenso de todos los sujetos implicados y, por eso, el trabajo de elaboración y negociación tiene que hacerse cuando no están todavía condicionados por unos intereses determinados. Dicho de una manera sencilla: se tienen que atacar los problemas cuando todavía no tienen ni nombres ni apellidos. Para entenderlo, basta con plantearse algunos elementos concretos que el protocolo acostumbra a regular, como por ejemplo los siguientes:

  • ¿Se tiene que permitir a los cónyuges acceder a la tenencia de acciones o participaciones de la empresa?
  • ¿Qué nivel mínimo de estudios tiene que tener un hijo para acceder a un asiento al consejo de administración?
  • ¿Qué criterios retributivos se tienen que seguir con los miembros de la familia?

Encontrar la manera de regular estas cuestiones cuando cada uno de los miembros de la familia empresaria está condicionado por su propia realidad doméstica, sujeto a sus propios intereses, es muy complicado. Si uno de los hermanos o primos fundadores –para retomar el ejemplo- está casado y otro soltero, probablemente verán de manera diferente la respuesta a la primera pregunta. Si uno tiene un hijo con un máster en Harvard y el otro tiene un hijo sin estudios que no encuentra trabajo, o uno está trabajando como director general (con los dolores de cabeza que esto conlleva) y otro tiene un lugar mucho más tranquilo… ¿Cómo verá cada uno de ellos las respuestas a las otras preguntas?

No existe una solución mágica y no puede garantizarse que para poner en marcha el proceso de planificación desde el primer momento la sucesión devenga exitosa. Quizás porque, se quiera o no, incluso en el momento de constituir la sociedad cada cual tendrá ya su propia realidad o, como mínimo, sus intereses prefijados. Aun así, en la medida en qué todas las cartas estén encima la mesa desde el principio, será posible lograr unos pactos convenientes para todos o, si se advierte ya en aquel momento la imposibilidad de lograrlos, quizás será mejor plantearse otras maneras de desarrollar el negocio que se quería emprender.

Hay un elemento, en cualquier caso, que tiene que desterrar-se con carácter previo: el miedo. Es frecuente –y comprensible- que nadie quiera empezar a hablar de sucesión cuando las cosas están tranquilas. Hacerlo comporta el riesgo de generar conflictos que nadie había advertido que existieran. Aun así, no es cierto que no estuvieran. El hecho que ninguno de los socios haya planteado aunque quiere que su hijo –que quizás sólo tiene doce años- entre a trabajar algún día en la empresa no quiere decir que no lo haya pensado. Y no quiere decir tampoco que no piense plantearlo cuando llegue el momento. Y, más todavía, no quiere decir tampoco que el resto de socios no tengan una opinión (quizás negativa) respecto a esta posibilidad.

El conflicto, por lo tanto, ya está. De manera latente, pero está. Esperar a que salga a la superficie, a que las diferentes expectativas se conviertan en diferentes posiciones respecto a un hecho, es sólo atrasar el momento de tomar decisiones y hacer que estas sean más traumáticas. Dejar claro ya desde un buen principio si el chico en cuestión podrá trabajar o no en la empresa –del mismo modo que lo podrán hacer todos sus primos-, qué méritos tendrá que acreditar o en qué condiciones se incorporará, es lo más honesto tanto para él cómo para el resto de miembros de la familia empresaria. Por más que, al principio, pueda suponer que todos los implicados tengan que abrir un debate que no pensaban aunque tuvieran que tener. Pero es que si no lo hacen en aquel momento, probablemente lo acabarán haciendo cuando ya sea demasiado tarde.
La cuestión es fundamental. Para entenderlo, hay bastante viendo las estadísticas de desaparición de empresas familiares que no superan el momento del relevo generacional, a menudo como consecuencia de una carencia de planificación de esta sucesión. Para superarlo con éxito, es básico anticiparse al problema y ponerse a preparar las herramientas adecuadas, como el protocolo, el más bien posible. De hecho, si la pregunta que encabezaba este artículo ha llamado la atención del lector, quizás es porque ya estamos haciendo tarde.

Antonio Valmaña Cabanes, Doctor en Derecho y abogado senior de Ceca Magán Abogados