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En mayo de 2017 y con ocasión de la apertura del juicio oral en el procedimiento criminal del caso Bankia escribí un artículo titulado “el Ragnarok de Bankia” que empezaba diciendo “Ragnarök, que, según la mitología nórdica, significa literalmente “destino de los dioses”, es la batalla del fin del mundo, el destino al cual no pueden escapar ni hombre ni dioses, batalla que significa el fin y a su vez la renovación del mundo”.

En ese artículo defendía que la imputación a todo el consejo en el caso Bankia —y temporalmente a altos directivos del Banco de España— debía servir para un cambio de paradigma en la gobernanza de las entidades financieras, y en la conducta de los supervisores financieros.

Poco sospechaba yo que mientras escribía aquellas líneas, se estaba formando otra de las operaciones más polémicas de la historia bancaria de Europa: la resolución del Banco Popular.

La sexta entidad bancaria del país había sobrevivido a la crisis financiera sin ayudas públicas y todo daba a entender que la alta rentabilidad de su negocio de pymes y la ampliación de capital de mayo de 2016 permitiría afrontar los ajustes todavía pendientes.

Hoy sabemos que la realidad era muy diferente. Al igual que Bankia en 2010 y 2011, Popular podría haber simulado beneficios, con la connivencia de políticos, supervisores y auditores.

Los peritos del banco de España nombrados por la Audiencia Nacional han establecido que desde 2014 el Popular se apartó sistemáticamente de la normativa contable del Banco de España. Y también han dicho que la mayoría de las tasaciones de sus inmuebles eran confeccionadas por entidades no certificadas, todo ello sin que nadie hiciera sonar las alarmas.

Pero el caso del Popular es todavía más sangrante. Las turbulencias que hicieron mella en la liquidez de la entidad fueron provocadas no solo por la reexpresion contable de marzo de 2017 y las declaraciones de Emilio Saracho, sino también por las retiradas de depósitos de organismos públicos y las negligentes declaraciones en Bloomberg —de 23 y 30 de mayo— de los supervisores.

Como resultado de todo ello, el sexto banco del país, que había realizado provisiones por más de 3.500 millones de euros, y que, según los peritos, prácticamente había finalizado su saneamiento, fue vendido al Banco Santander por un precio irrisorio de menos 2.000 millones, lo que para muchos abogados —entre los que me encuentro— supuso un enriquecimiento injusto de 4.600 millones.

Es un escenario apocalíptico en que los supervisores adjudicaron a Banco Santander la operación probablemente más polémica del último siglo en Europa. Es necesario que se investigue a fondo a consejeros, auditores y supervisores en el ámbito penal.

Para reparar el daño, como en ocasiones anteriores, el Tribunal Supremo es el último bastión de esperanza. La Sala Civil el Alto Tribunal va a dictar muy próximamente –hay señalado votación y fallo el 12 de junio- algunas sentencias sobre la crisis de Bankia que deben dar una respuesta adecuada a cuestiones con gran repercusión en el caso Popular: ¿Pueden los que compraron acciones de Bankia en el mercado secundario reclamar una compensación? ¿Si las cuentas eran falsas, hay que compensar a los inversores institucionales? Para un futuro algo más lejano queda la cuestión de si el enriquecimiento injusto de unos y el correlativo empobrecimiento de otros debe ser reparado.

¿Estamos ante los últimos episodios de esta “batalla del fin del mundo” financiera? ¿Podremos seguir confiando en los tribunales? Ahí lo dejo.

Jordi Ruiz de Villa