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La Newsletter del Consejo General de la Abogacía Española ha publicado un artículo escrito por Bernardo Fernández de Santos, Manuel Gómez Hernández y Miguel Ángel Morillas de la Torre, abogados de Medina Cuadros a raíz de una sentencia dictada por el Tribunal Supremo en fecha de 23 de noviembre de 2015 y que Medina Cuadros recogió en su newsletter del pasado mes de mayo. 

En el presente artículo se estudia, no con la profundidad deseada, la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en fecha 23 de noviembre del pasado año. Decimos que no con la profundidad deseada, ya que los elementos y características del seguro nos permitirían ahondar y exceder los límites de este breve artículo, y ello a pesar de que nuestra Ley del Contrato de Seguro tan solo dedica cinco artículos –literalmente- a su regulación.

A modo de introducción, y para contextualizar el ámbito del contrato de seguro de accidentes sobre el que versa la Sentencia, debemos acudir a la “definición” que de este negocio jurídico nos da la Ley 50/1980 del Contrato de Seguro (Ley 50/1980 en adelante) en su artículo cien:

“Sin perjuicio de la delimitación del riesgo que las partes efectúen en el contrato, se entiende por accidente la lesión corporal que deriva de una causa violenta súbita, externa y ajena a la intencionalidad del asegurado, que produzca invalidez temporal o permanente o muerte.”

Más que una verdadera definición, lo que se recoge en el precepto anterior es una delimitación del riesgo de accidente en sí, de la que se desprende una gran complejidad, pues sintetiza en apenas tres líneas las características, requisitos y/o elementos que debe reunir un evento para ser reputado como accidental y, por ende, gozar de la cobertura del contrato suscrito.

Esta delimitación del riesgo de accidente permite deslindar esta modalidad de seguro de otras próximas como son el seguro de vida o el de enfermedad. En palabras del Tribunal Supremo, Sentencia de 7 de junio de 2011:

“Esta noción del riesgo del accidente nos sirve para distinguir la modalidad contractual de la que nos estamos ocupando de otras clases de contratos de seguro. Así, en el seguro sobre la vida, para el caso de muerte, el riesgo asegurado es precisamente el fallecimiento de la persona, cualquiera que sea su causa, salvo que ésta se encuentre excluida de manera expresa en la póliza (artículo 91). En el seguro de enfermedad, el riesgo es precisamente la presencia de ésta, que puede ser causa no sólo de los gastos necesarios para su cuidado, sino también de una invalidez, temporal o permanente, pero, a diferencia de lo que sucede en el accidente, la enfermedad ha de deberse a unas causas diversas a las que produce este.”

Por consiguiente la escueta definición dada en el artículo cien Ley 50/1980 se torna reveladora a la hora de delimitar los elementos del negocio jurídico y la cobertura del riesgo frente a cuya eventualidad se busca protección.

Tras esta breve introducción al seguro de accidentes, toca ya centrarse en la sentencia objeto de análisis. La Sentencia de 23 de noviembre de 2016 ha suscitado un gran revuelo al dispensar cobertura al fallecimiento de un sujeto que durante su huida del lugar en el que estaba intentando perpetrar un robo sufrió un corte en la pierna izquierda, motivo por el cual falleció mientras permanecía escondido en un tubo de ventilación, sin recibir asistencia médica a pesar de haber solicitado auxilio en los últimos momentos de su agonía. El revuelo no puede calificarse en otro término que no sea el de “sensacionalismo”, pues lo que determina la cobertura por el seguro de accidente, a falta de expresa previsión en la póliza, no es la “dedicación profesional” del asegurado sino que el conjunto de las circunstancias que ocasionan la muerte tenga cabida dentro de la definición legal y contractual de accidente, amén de que no concurran causas que excluyan la cobertura y liberen al asegurador del pago de la prestación como puede ser la intencionalidad o el dolo a los que más adelante nos referiremos. Si merece la consideración de “sensacionalistas” la reacción causada es, como no puede ser de otra manera, porque aquí no se está asegurando el “riesgo” asociado a la “profesión” del ladrón como se asegura la vida del policía que lo persigue, sino que se asegura un evento dañoso con independencia de que éste se haya producido en su huida del lugar de comisión de un ilícito penal. Lo contrario, es decir, asegurar conductas ilícitas, no está permitido por nuestro ordenamiento y libera al asegurador del pago de la prestación.

PROFESIÓN Y AGRAVACIÓN DEL RIESGO

Por el contrario, sí es relevante determinar si la comisión del robo, -decisión por otro lado libremente adoptada por el asegurado-, constituyó una puesta intencionada en el riesgo, siendo esta intencionalidad el punto de partida que desencadenó su muerte. Relevante es también si la “profesión” del asegurado constituye una agravación del riesgo merecedora de que se apliquen las normas contenidas en los artículos once y siguientes de la Ley 50/1980.

En cuanto a la primera de las premisas enunciadas, que es sobre la que gravita la sentencia, cobra especial interés determinar si la actitud del fallecido se enmarca dentro del ámbito de la intencionalidad/dolo o de la temeridad manifiesta, pues de ello depende la cobertura del riesgo y el pago de la prestación.

En primera instancia, la demanda fue estimada al considerar el Juzgador a quo que el supuesto enjuiciado tenía cabida dentro del concepto de accidente dado por el artículo cien de la Ley 50/1980 y de la delimitación, semejante, contenida en la póliza. A su juicio no opera la exclusión del artículo diecinueve toda vez que el accidente no fue causado por la mala fe del asegurado, es decir, no fue “representado de forma voluntaria y conscientemente asumido” añadiendo que “una cosa es la intencionalidad del asegurado para producir el riesgo y otra la temeridad manifiesta en su producción, por lo que al no existir intencionalidad en la voluntad del fallecido, la mala fe exigida por el citado artículo 19 LCS no concurre”.

Debemos recordar, llegados a este punto, el contenido del artículo diecinueve de la Ley 50/1980:

“El asegurador estará obligado al pago de la prestación, salvo en el supuesto de que el siniestro haya sido causado por mala fe del asegurado.”

El Tribunal de apelación, por el contrario, estimó el recurso interpuesto por la entidad aseguradora, revocando la Sentencia dictada en primera instancia, al entender que el citado precepto legal “se refiere tanto a una intencionalidad directa o dolosa como a otra indirecta o eventual, pues tanto una como otra caben dentro del concepto de intencionalidad, que no es otra cosa que la cualidad que se predica de lo que se hace de forma deliberada o a sabiendas”. Por tanto la Audiencia equipara la intencionalidad dolosa o directa a lo que entendemos es la temeridad manifiesta. Continúa el Tribunal su razonamiento en la distinción entre siniestro y resultado en los siguientes términos: “(i) el siniestro sería el accidente sufrido y éste, en efecto, sería involuntario por parte del asegurado; (ii) por el contrario el resultado, que no es otra cosa que el fallecimiento del mismo, obedecería a su propia voluntad, al negarse a recibir, libre y conscientemente, asistencia médica”. A nuestro modo de ver introduce la Audiencia una nueva variable, no considerada por el Juez a quo, como es el voluntario rechazo a ser asistido médicamente, lo que situaría su comportamiento dentro de una conducta dolosa e intencional en producir el siniestro y causa de exclusión de la cobertura. Algo que en la práctica de la prueba quedó probado que sí solicitó, como declararon los testigos.

Por su parte el Tribunal Supremo, en su escueta pero clarificadora fundamentación jurídica, concluye que “resulta más lógico deducir que se representase seguir con la huida y, puesto a salvo, acudir a ser curado de su herida en algún ambulatorio o centro hospitalario, en vez de inferir que lo que se representase fuese fallecer desangrado y que así lo aceptase.” y concluye “No existe, por tanto desconexión y ruptura del nexo causal entre el accidente y el desgraciado resultado final, más propio del atolondrado pensamiento del sujeto que de la provocación voluntaria del mismo.” De ello se infiere que, a juicio de nuestro Alto Tribunal, no hubo intencionalidad en la conducta del fallecido, sino más bien temeridad que en ningún caso puede enmarcarse dentro de las fronteras de una actuación dolosa.

En este sentido debemos tener en cuenta que no puede declararse probada la intencionalidad de la muerte de nuestro caco y por ello no puede afirmarse que la misma fuera voluntaria. Además, este extremo lo debió acreditar la aseguradora demandada en el caso que nos ocupa, toda vez que supondría un supuesto de exclusión de la cobertura de la póliza, cosa que no hizo, constando en las actuaciones todo lo contrario, que el fallecido pidió auxilio con escaso éxito.

Cita el Tribunal Supremo en su Sentencia, otras resoluciones de la Sala en las que se trata de acotar la intencionalidad como causa de exclusión de la cobertura con base en lo previsto en los artículos diecinueve, antes transcrito, y ciento dos de la Ley 50/1980. Este último cuya letra es del tenor literal siguiente:

“Si el asegurado provoca intencionadamente el accidente, el asegurador se libera del cumplimiento de su obligación.

En el supuesto de que el beneficiario cause dolosamente el siniestro quedará nula la designación hecha a su favor. La indemnización corresponderá al tomador o, en su caso, a la de los herederos de éste.”

De entre las sentencias citadas resulta especialmente relevante la de fecha 7 de julio de 2006 en:

“En el ámbito del seguro de accidentes, la aplicación de las disposiciones vigentes lleva a la conclusión de que únicamente pueden ser excluidos los accidentes causados o provocados intencionalmente por el asegurado, en aplicación del único criterio legalmente recogido, tradicional en el ámbito del seguro, en virtud del cual, por razones que tienen su raíz en la ética contractual y en la naturaleza del seguro como contrato esencialmente aleatorio, se excluye la responsabilidad de la aseguradora en caso de dolo por parte de aquél en la causación del siniestro.

(…)La asimilación de la expresión a dolo, aparte de ser aceptable con arreglo a la teoría general del Derecho, aparece como evidente en el ámbito del seguro de accidentes cuando el artículo 102 II LCS, inmediatamente después de referirse a la intencionalidad del asegurado prevé la exclusión del beneficiario cuando .

No puede aceptarse, en suma, la opinión doctrinal que asimila los supuestos de temeridad manifiesta a los supuestos de intencionalidad, dolo o mala fe, empleado en diversas ocasiones por la LCS, no deja lugar a dudas acerca de que no  comprende la negligencia, aunque sea manifiesta, especialmente si se tiene en cuenta que cuando la LCS quiere incluir junto a los de dolo los casos de culpa grave por parte de alguno de los intervinientes en el contrato de seguro lo hace constar expresamente así (vg., arts. 10 II y III, 16 III, 48 II LCS).”

ACCIDENTE DE TRAFICO Y CONDUCTOR CON ALCOHOLEMIA

En este punto debemos recoger lo expuesto en otra de las Sentencias citadas en la Resolución, que recoge un caso que también se podría considerar polémico. Se trata de un accidente de tráfico con resultado de muerte del conductor con un elevado índice de alcoholemia.

Así, Sentencia del Tribunal Supremo de 22 diciembre 2008 nos dice que “aun cuando es indudable que la ingestión excesiva de bebidas alcohólicas y la consiguiente conducción aumenta el riesgo de siniestro, no toda situación que incremente el riesgo debe equipararse a la existencia de dolo , intencionalidad o mala fe” hecho este que podría será asimilable a nuestro caso, puesto que indudablemente ser amigo de lo ajeno puede incrementar el riesgo de sufrir un accidente no tiene por qué asimilarse automáticamente a actuar con dolo o intencionalidad a la hora de arriesgar su propia integridad física.

Continúa la Sentencia de diciembre de 2008 con un aspecto significativo al diferenciar el dolo penal del dolo del asegurado. Así dice:

“que no todo supuesto de dolo penal, en su modalidad de dolo eventual, comporta dolo del asegurado equivalente a la producción intencional del siniestro, por cuanto en el ámbito civil del seguro una relación de causalidad entre la intencionalidad y el resultado producido, mientras que en el ámbito penal el dolo puede referirse a conductas de riesgo”.

Está claro que aquí no se está censurando la conducta del finado toda vez que la exclusión de las conductas dolosas en el ámbito del seguro nada tiene que ver con la actividad en sí misma, sino en cuanto que es parte de la intencionalidad del asegurado en la provocación del accidente.

En el caso ahora comentado sin constancia de que a nuestro saqueador se le representase como altamente probable el fatal resultado producido y lo asumiese para el caso de que se produjera, o se negase a recibir atención médica, no permite entender excluida la cobertura de la póliza, pues no puede considerarse que existiese intencionalidad.

Aunque haya jurisprudencia menor con un criterio radicalmente al expuesto por nuestro Alto Tribunal, -el cual prevalece-, quien suscribe comparte el razonamiento esgrimido en la Sentencia del TS, pues a falta de expresa previsión en la póliza, y de acuerdo al desarrollo de los acontecimientos, no puede determinarse que el fallecimiento sea consecuencia de una intencionalidad dolosa, y no de una manifiesta temeridad no equiparable en ningún caso.

“ACTIVIDAD PROFESIONAL”

En cuanto a la segunda de las premisas, resulta discutible si concurre una agravación del riesgo fruto de la “actividad profesional” del fallecido. Parece dar a entender la resolución, al servirse de la frase “con el perfil delincuencial” que el fallecido dedicaba una gran parte de su tiempo a la comisión de ilícitos penales, actividad que es de una incuestionable peligrosidad y constituye una riesgo manifiesto para su salud y supervivencia.

Puesto que no hemos tenido acceso a la póliza, y dado que nada de ello se dice en la resolución, entendemos que la actividad del fallecido no se encontraba recogida como una causa de exclusión de la cobertura. Lógicamente, tampoco se consignaría en la misma la dedicación del fallecido, sino que se indicaría una sustancialmente diferente.

El artículo once de la Ley 50/1980 establece:

“1. El tomador del seguro o el asegurado deberán durante la vigencia del contrato comunicar al asegurador, tan pronto como le sea posible, la alteración de los factores y las circunstancias declaradas en el cuestionario previsto en el artículo anterior que agraven el riesgo y sean de tal naturaleza que si hubieran sido conocidas por éste en el momento de la perfección del contrato no lo habría celebrado o lo habría concluido en condiciones más gravosas.

 2.En los seguros de personas el tomador o el asegurado no tienen obligación de comunicar la variación de las circunstancias relativas al estado de salud del asegurado, que en ningún caso se considerarán agravación del riesgo”.

Este precepto contiene la obligación de que, ante una agravación del riesgo declarado en el momento de la suscripción del seguro, el tomador o el asegurado se lo tendrán que comunicar a la entidad aseguradora a fin de que se inicie el procedimiento contenido en los artículos doce y siguientes del mismo texto legal que tendrá como resultado, en su caso, un aumento de la prima o la rescisión del contrato, para el caso de que no sea aceptada la oferta planteada. Este mecanismo tiene todo su sentido, pues el objeto es buscar el justo equilibro entre las prestaciones que corresponden a cada parte.

Aunque el precepto contiene una salvedad a esta obligación, concretamente referida a los seguros de personas cuando la variación se refiere a las circunstancias relativas al estado de salud del asegurado, entendemos que la misma no opera para el caso enjuiciado, ya que aquí el riesgo que se agrava no guarda relación con el estado de salud, sino con el desempeño de la actividad.

Es por ello que entendemos que podría haber tenido cabida una reducción proporcional de la indemnización convenida en la póliza como consecuencia de no haber declarado la agravación del riesgo consistente en una actividad presumiblemente no declarada en la fase precontractual, ex artículo doce párrafo segundo in fine Ley 50/1980.

Sin embargo, también tenemos que tener en cuenta que declaraciones inexactas o reticentes por dolo, es decir, cuando esas declaraciones tienen como finalidad el engaño del asegurador, aun cuando no se tenga la voluntad de dañar a la otra parte (artículos 1260 y 1269 del Código Civil EDL 1889/1) y, también, aquellas declaraciones efectuadas por culpa grave, esto es, con una falta de diligencia inexcusable en la contestación del cuestionario. La precisión de si un determinado supuesto es meramente culposo por parte del tomador, o bien se ha debido a culpa grave, no es tarea fácil, en que la línea divisoria entre la culpa leve y la grave es sutil. Sólo a la vista de cada caso concreto podrá determinarse si nos encontramos ante un supuesto de culpa grave o no.

Por lo tanto, esta circunstancia es de libre apreciación del Tribunal en cuanto siendo conceptos jurídicos se deben valorar según las circunstancias concretas del caso que el órgano judicial pondera para estimar su existencia.

A modo de sucinta conclusión, lo realmente relevante no es la peculiar situación en que se produjo el siniestro, como hemos dicho durante la huida del lugar en el que estaba perpetrando un robo con fuerza el fallecido, sino quede la Sentencia de 23 de noviembre de 2015 ha venido a deslindar la intencionalidad y el dolo de la temeridad manifiesta como causa de exclusión de la cobertura que libera al asegurador el pago de la prestación convenida en la póliza del contrato de seguro de accidentes. Así las cosas, no es equiparable la temeridad al dolo, pues no hay voluntad en la provocación del accidente. Sin embargo, debemos puntualizar que, a nuestro juicio, deben de examinarse, caso por caso, las circunstancias concurrentes sin que pueda ser extrapolable a cualquier supuesto de temeridad manifiesta, ya que de lo contrario estarían encontrando cobijo, bajo el paraguas de la temeridad, actuaciones dolosas o intencionales.

Bernardo Fernández de Santos, abogado de Civil en Madrid

Manuel Gómez Hernández, abogado de Laboral y Penal de Madrid

Miguel Ángel Morillas de la Torre, abogado de Penal de Madrid