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Crear una empresa, y hacerlo con una idea innovadora, es sin duda una iniciativa apasionante, pero también arriesgada. La ilusión con que se inicia un proyecto empresarial puede cegar a un emprendedor en cuanto a los riesgos, no sólo en relación con el devenir del negocio, sino también con las consecuencias de un eventual fracaso frente a los inversores.

La pregunta es: ¿qué consecuencias tiene el incumplimiento de las expectativas de crecimiento presentadas por los emprendedores a los inversores? ¿Es posible la responsabilidad penal de los fundadores y de la propia empresa? La respuesta dependerá de dos factores: del nivel de experiencia del inversor; y de la información proporcionada por el empresario.

En términos generales, la mera imposibilidad de alcanzar los resultados “prometidos” no supone responsabilidad alguna para el emprendedor. Partimos de la base de que la mayoría de los inversores tienen experiencia y capacidad suficiente para detectar el riesgo que conllevan este tipo de operaciones. Incluso a los inversores no experimentados, cuando operan en crowdfunding a través de una PFP, esta plataforma les informa (o debería informarles) de los riesgos asociados a la operación, tal como dispone la LFFE. En resumen, como norma general, el fracaso empresarial no es sancionable.

Ahora bien, si los fundadores, movidos por la –lícita- ambición de levantar sucesivas rondas de financiación para expandir su negocio, proporcionan datos falsos sobre la marcha de la empresa a los potenciales inversores, generando unas expectativas irreales, a sabiendas de la imposibilidad de cumplirlas, entonces sí, podrían incurrir en un delito de estafa (además de los derivados delitos de falsedades documentales o contables).

En determinados casos, además, puede responder penalmente la propia empresa. Pienso en casos, no infrecuentes, en los que la relación con el inversor se haya materializado a través de un préstamo participativo convertible, instrumento jurídico de origen norteamericano (convertible note y derivados) muy extendido en España en los últimos años para la financiación de start-ups. En virtud del mismo, el inversor presta dinero a la empresa con el objetivo de que, al cierre de una ronda de financiación, el préstamo se convierta en capital, de manera que el prestamista se convierte entonces en socio de la compañía.

Sin embargo, en el caso de que la sociedad no arroje los resultados esperados y no consiga levantar esa siguiente ronda de financiación a la cual viene supeditada la nota de convertibilidad, el préstamo se ejecutará como tal, y el emprendedor deberá devolver el capital y los intereses acordados. Pero, nuevamente, si esta contingencia surge porque el empresario ha facilitado desde un principio datos falsos al inversor, consciente de la inviabilidad de alcanzar los objetivos prometidos, el contrato de préstamo puede calificarse como lo que la doctrina jurisprudencial denomina un negocio jurídico criminalizado, constitutivo de estafa.

Ante esta tesitura, y suponiendo que la empresa no devuelve el préstamo, el prestamista, que no ha llegado a ser socio de la compañía, podría denunciar no sólo a los fundadores de la empresa, sino también a la propia sociedad, por un delito de estafa. La empresa podría verse investigada (y en su caso, condenada), lo cual generaría a ésta importantes problemas económicos y reputacionales, difíciles de revertir para una empresa en trámites de buscar su hueco en el mercado.

Por ello, resulta imprescindible desde un inicio evaluar los riesgos expuestos, así como los derivados de la idiosincrasia de cada empresa. La implantación de un programa de Compliance debería ser una prioridad a la hora de emprender un proyecto. Precisamente, es un factor valorado positivamente por los potenciales inversores, pues significa seriedad, ambición y lo más importante: reducción de riesgos.

Luis Enrique Granadoslgranados@molins.eu

Abogado penalista en Molins Defensa Penal