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En pleno boom de la industria audiovisual en España, reflexionamos sobre las adaptaciones cinematográficas de obras literarias y el ejercicio del derecho de transformación previsto en nuestra normativa de propiedad intelectual. Una cuestión no exenta de polémica que, en ocasiones, ha permitido la indemnización por daños morales al autor en aquellos supuestos en los que no se había respetado “el espíritu de la novela”.

El pasado 18 de julio de 2020 fallecía el famoso novelista Juan Marsé. Autor de 15 novelas (además de numerosos cuentos, artículos y relatos), Marsé ha sido, quizás, uno de los escritores españoles que más se ha llevado a la gran pantalla.

Desgraciadamente, y a pesar de su amor por el séptimo arte, ninguno de los vástagos celuloides de Marsé consiguió ganarse el amor de su progenitor literario. Más bien al contrario. Hasta sus últimos días, el novelista barcelonés fue –por decirlo de una forma suave– manifiestamente crítico con las adaptaciones cinematográficas de sus obras.

El rechazo que sentía Marsé hacia las adaptaciones de sus novelas no se debía a que las primeras hubieran adaptado mal el texto de las segundas, sino a que las películas eran, en sí mismas, malas (o, al menos, así lo entendía el novelista barcelonés).

Quizás este motivo explique por qué los constantes rifirrafes entre el escritor y los distintos directores que se atrevieron a adaptar sus novelas (especialmente, Vicente Aranda) no llegaron a los tribunales: la animadversión de Marsé por los derivados cinematográficos de sus obras no se debía a la mala adaptación o a la falta de fidelidad, sino a una mera discrepancia estética.

Sin embargo, nuestros tribunales sí han sido testigos en otras ocasiones de los conflictos que pueden surgir entre novelistas y cineastas. Un ejemplo paradigmático es el caso de Javier Marías, autor de la novela Todas las almas, contra la productora Elías Querejeta, P.C., S.L. responsable de la adaptación cinematográfica de dicha novela titulada El último viaje de Robert Rylands.

En este asunto, que escaló hasta el Tribunal Supremo, el novelista y miembro de la Real Academia Española demandó a la citada productora por incumplimiento contractual ya que, entre otras cosas, la película no era una adaptación cinematográfica que respetara “el espíritu de la novela”. Tanto el Tribunal Supremo como la Audiencia Provincial de Madrid confirmaron la sentencia de primera instancia que

  • declaraba resuelto el contrato
  • condenaba a Elías Querejeta P.C., S.L. al pago de 6 millones de pesetas en concepto de indemnización por daños morales
  • obligaba a suprimir de los títulos de crédito de la película El último viaje de Robert Rylands cualquier referencia a la novela Todas las almas, así como a su autor.

Lo que resulta interesante de este asunto es el hecho de que el tribunal de primera instancia consideró que la adaptación cinematográfica no respetaba el espíritu de la novela Todas las almas ya que –en palabras de la propia productora– no era “un simple trasvase del papel al negativo, sino una adaptación mediante una obra con dosis de creatividad y originalidad”.

Otro de los motivos que informaron la decisión del Juzgado de Primera Instancia núm. 38 de Madrid fue la testifical propuesta por el demandante y que se cita brevemente en la sentencia:

“…la película El último viaje de Robert Rylands no puede considerarse en modo alguno una adaptación o versión libre de la novela Todas las almas y que aquella película se parece tanto a esta novela como a Lolita de Nabokov, es decir, que no se parece nada”.

A la luz de lo anterior, cabe plantearse la pregunta de si Elías Querejeta hubiera necesitado siquiera en un primer lugar la cesión de los derechos de propiedad intelectual de Javier Marías para producir El último viaje de Robert Rylands. En efecto, si la película no podía “considerarse en modo alguno una adaptación” de la novela, ¿había transformación en el sentido legal del término o una mera inspiración?

La respuesta a esta pregunta tiene una importancia capital ya que acarrea la pérdida o ganancia de algo importantísimo: el vil metal. Ciertamente, el artículo 17 del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual (TRLPI) reconoce al autor de la obra original el ejercicio exclusivo de los derechos de explotación de su obra en cualquier forma, entre los que se incluyen el derecho de transformación.

Así, la transformación de una obra preexistente requiere de la autorización de su autor, pero la mera inspiración, por el contrario, no necesita de más licencias que aquellas que administran las musas.

Ahora bien, ¿cómo distinguimos la transformación de la inspiración? La transformación se distingue de la reproducción en la medida en que la primera añade a la obra primigenia elementos originales y nuevos. Es decir, para que haya transformación la obra originaria ha de sufrir modificaciones de cierta entidad.

La transformación comporta una actividad creadora que modifica la identidad de la obra que transforma, presentándola de una nueva forma distinta a la original. El resultado de esta actividad creativa es una obra diferente que, no obstante, no es completamente independiente de la primera: la “obra derivada” (artículo 11.5 TRLPI).

La obra derivada debe reunir dos características aparentemente antitéticas: (i) ser una obra original y (ii) mantener la esencia de la obra preexistente. Si la obra derivada no posee la suficiente originalidad, estaremos ante una reproducción de una obra preexistente. Pero, por otro lado, si la obra derivada no guarda la esencia de la obra anterior, no se podrá hablar de derivación, sino de una obra independiente que, en todo caso, se inspira en otra precedente. Pero la mera inspiración, al igual que las ideas, es libre y no precisa de consentimiento.

Finalmente, procede señalar que el artículo 39 del TRLPI establece un límite al derecho de transformación: la parodia. De este modo, no se considera transformación que requiera autorización del autor la parodia de una obra divulgada, mientras no haya riesgo de confusión ni se infiera un daño a la obra original o a su autor.

¿Quién sabe? Quizás Juan Marsé conocía este artículo 39 del TRLPI y, por ello, nunca demandó a los cineastas que llevaron a la gran pantalla sus novelas. Después de todo, para Marsé, estas cintas no eran más que copias desvaídas, pobres imitaciones, parodias, al fin y al cabo, de sus ascendientes literarios.

Fernando Álvarez de Toledo

Departamento Propiedad Intelectual e Industrial de Garrigues