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Uno de los fenómenos más persistentes en las democracias surgidas tras la IIª Guerra Mundial es el afán por regular aquello que es obvio, que la sociedad tiene asumido como bueno o malo (según el sentido de la norma en cuestión), reflejo quizá de la concepción de estado paternalista que debe indicar al ciudadano, como si se tratase de un niño al que educar, lo que es beneficioso o dañino para él.

Ha habido pocos intentos, por ser voces discordantes, de recortar esa hiper-regulación moderna. El denostado Premier británico, David Cameron, abanderó una acción del Estado por empequeñecer (downsizing en inglés) las excesivas leyes y reglamentos que muchas veces, en lugar de mejorar la vida del ciudadano, la entorpecen y dificultan, pues la consecuencia frecuente del exceso de normas es que coexisten varias que regulan lo mismo, generando un nocivo efecto distorsionador, o lo que es peor, invadiendo esferas privadas del individuo en las que el Estado debiera quedar ajeno.

Algunos acontecimientos de nuestra historia reciente han avivado el debate de la regulación de la verdad. Porque, seamos claros, detrás de la lucha contra la desinformación, las fake news y los bulos, subyace una querencia del poder público para apoderarse de la verdad, que tiende a considerar que es solo una: la suya, la única y verdadera. El Estado pasa así a ser un ente cuasi de culto; el que establece el dogma verdadero, y en una apropiación de los esquemas de cualquier confesión religiosa, excomulga o declara hereje a quien no cree en ella y no digamos, a quien la niega.

Acontecimientos como la elección de Donald Trump, el Brexit, los movimientos secesionistas en Cataluña y ahora la crisis sanitaria del Covid19 han abierto el debate y la tentación de controlar la verdad, en un mundo en el que, imparablemente, la información, la noticia, el comentario, circula ya más por cauces privados que por los tradicionales medios de comunicación.

Pero ¿ que es el bulo ?

La RAE lo define como aquella “noticia falsa propagada con algún fin”. Por lo tanto, ya tenemos los dos elementos que no podemos perder de vista: la falsedad y la intención, que damos por supuesta que es maligna, osea, “dolosa” en terminología penal.

Nuestro Código Penal ya regula forma bastante específica los delitos de calumnia (art. 205) y de injuria (art.208). Mientras en el primero la falsedad consiste en imputarle a alguien la comisión de un delito, a sabiendas de que no lo ha cometido, en la injuria la intención del autor es lesionar la dignidad de otra persona, su fama y estimación. Pero en ambas, subyace una necesaria intencionalidad de causar un daño, cuanto menos, moral y reputacional.

En 2015 se incorporó como novedad delictiva el comunmente denominado “delito de odio”, cuya finalidad era claramente evitar el menosprecio, la discriminación, la hostilidad y la violencia contra personas y colectivos que, en el ejercicio de sus derechos fundamentales (pensamiento, ideología, creencias, etnia, orientación sexual o minusvalía física o psíquica). La intención por tanto era proteger al ciudadano frente a quienes no piensan, actúan o son como él. Bien podría haberse llamado delito de xenofobia y discriminación, pero realmente su contenido semántico habría quedado quizá incompleto, pero no su razón última y propósito.

Si nos centramos solo en el mecanismo para lograr la reparación civil del daño, la Ley Orgánica 1/1982 de Protección civil al honor, a la intimidad personal y familiar y a la imagen ya reguló eficazmente los mecanismos compensatorios al alcance de quien es víctima de una lesión de los derechos fundamentales del artículo 18 de la Constitución. En su artículo 7, define como intromisión ilegítima en sus derechos “La imputación de hechos o la manifestación de juicios de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”, en un paralelismo, ahora civil, con el delito de injurias que hemos visto antes.

Pero también tenemos ya normas que afectan al uso indebido de información con fines lucrativos en el mundo comercial. Así, la Ley 34/1988 General de Publicidad sanciona la difusión de contenidos publicitarios ilícitos, engañosos, subliminales y vejatorios. Cuando de la falsedad se obtenga, además una ventaja competitiva en el mundo del comercio de la empresa y los negocios, la Ley 3/1991 de Competencia Desleal impide el aprovechamiento de esa ventaja ofreciendo al perjudicado diversas acciones judiciales de paralización de los actos desleales y resarcimiento del daño causado, ya sea a modo de compensación económica, nulidad de los negocios que se hubieran aprovechado de ella, o del retracto público.

Con este rápido repaso, en el que sin duda nos dejamos muchas otras disposiciones más específicas que, en todos los órdenes del Derecho, prohíben la violación de los derechos fundamentales, sacar rédito de ello o sencillamente dañar al prójimo intencionadamente, llegamos a la siguiente vuelta de tuerca:

¿ hasta qué punto se puede limitar el acceso del ciudadano al bulo ? ¿ es un bulo una noticia que, no siendo cierta, no genera un daño objetivo, incuestionable, a un derecho fundamental ? ¿ es titular el Gobierno, como institución colegiada, de derechos fundamentales ?

Naturalmente el conflicto con el derecho fundamental de expresión, información y comunicación es evidente.Pero no por ello, y por muy delgada que sea la línea en que un derecho (información) invade al otro (honor) puede caerse en la peligrosa deriva de que haya una autoridad central que decida en cada momento lo que es verdad o mentira, sobre todo, porque en ello no primará, nos tememos, el interés de la colectividad sino del ocupante del cargo gubernamental de turno. ¿ quién se arrogaría la suficiente sabiduría para determinar qué es lo bueno para el conjunto de la ciudadanía, frente a lo que no le conviene ?

El individuo ha de tener la libertad, incluso, de conocer aquello que pueda ser falso, porque precisamente es el contraste con la verdad lo que lleva a una sociedad a evolucionar, a generar pensamiento, ideas, sentido crítico y diversidad.

La lucha contra la desinformación, la noticia falsa, siempre y cuando no provenga de sujetos que con intención acreditable pretendan alterar el sistema de vida de toda la ciudadanía (y por tanto entra en juego la defensa nacional), solo puede y debe combatirse con más cultura. Una sociedad con sólidos pilares culturales acaba siendo inmune, por sí misma, a la desinformación.

La vacuna no es por tanto el código penal. Es la educación y la cultura de un pueblo.

Javier de la Vega

Abogado

Fuente: Estudio Jurídico de la Vega & Asociados

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