Togas.biz

Las medidas tributarias adoptadas para responder al impacto económico del COVID-19 (Real Decreto Ley 7/2020) son tan escasas, que generaran gravísimos problemas en la economía en general y en los trabajadores en particular.

Parece lógico que en una situación como la que vivimos, el Estado decida que las deudas tributarias puedan aplazarse si la empresa sufre problemas financieros derivados de la brutal paralización de la actividad que se avecina, previa acreditación de las circunstancias completamente imprevistas que han vaciado su tesorería. Así, el Artículo 14 establece que las pequeñas empresas y autónomos con menos de 6 millones de facturación puedan solicitar aplazamientos de las deudas tributarias nacidas hasta el día 30 de mayo. Menos es nada, pero esta medida deja fuera numerosas situaciones.

Los destinatarios directos de las medidas adoptadas (pymes y autónomos), ni siquiera podrán aplazar el IRPF (cuyo plazo de declaración empieza – vaya casualidad – el día siguiente a la finalización del período de gracia) ni el Impuesto sobre Sociedades, que probablemente es el pago más importante que se les avecina. Además, hay que tener en cuenta que el umbral de facturación de 6 millones es extremadamente bajo. La imposibilidad de pagar los impuestos deja a las empresas de mayor tamaño abocadas a un ERE o al concurso de acreedores. Por si fuera poco, la inadmisión de las solicitudes que prevé la normativa vigente excluye que puedan hacerse excepciones, por mucho que pueda justificarse la singularidad de la situación. La mera petición, por muy justificada que esté, conlleva el devengo de recargos y, eventualmente, de sanciones.

El sistema previsto para conceder aplazamientos es el paradigma de la arbitrariedad. Si alguien factura menos de 6 millones, se le concederá, sea cual sea su situación; si factura más, no tendrá derecho a pedirlo, y si lo hace, tendrá que pagar recargos. ¿No sería más lógico que la concesión de los aplazamientos atendiese a la verdadera situación económica de la empresa que lo solicita? Es tal la desconfianza del legislador en el buen criterio de los funcionarios para conceder los aplazamientos, que prefiere decidirlo él a obrar con un mínimo de justicia.

En una ocasión reciente, nos encontramos con un funcionario de Recaudación que explicaba al contribuyente, con gran detalle y paciencia, cómo debía proceder para conseguir la suspensión de determinada deuda, y así evitar los embargos. En resumen, decía, se trata de ofrecer garantías bancarias sobre el pago. Cuando terminó su amable exposición, le pregunté, por curiosidad (y, lo reconozco, con una pizca de ironía), cuantos temas había tramitado en los últimos seis meses en que el contribuyente hubiese conseguido tales garantías. Con gran naturalidad y simpatía, reconoció que llevaba siete años en Recaudación y que en una sola ocasión el contribuyente había venido con los avales. Teniendo en cuenta que se trataba del funcionario de Recaudación por el que pasaban todas las solicitudes de una de las principales Delegaciones del país, no debe ser difícil calcular el porcentaje.

La situación se deriva tanto de la mezquindad de las medidas adoptadas, como de una situación legislativa que no tiene parangón en la Unión Europea. Desde la reforma operada en 2015, las deudas tributarias, en la práctica, no pueden aplazarse. La técnica del legislador para negar esta posibilidad pretende ser sutil. La Ley dice que pueden aplazarse las deudas tributarias salvo algunas en concreto, entre las que se incluyen el IVA, las retenciones del IRPF y los pagos a cuenta del Impuesto sobre Sociedades, que en realidad son casi todas. Estaría bien que la Agencia Tributaria publicase el porcentaje que estos conceptos suponen sobre el total de la recaudación, pero seguro que no estarán por debajo del 90%. Estas deudas no pueden aplazarse en ningún caso, incluso aunque se aporte un aval bancario.

En nuestro día a día profesional como fiscalistas, cuando alguien nos pregunta qué puede hacer si no le es posible pagar los tributos, la respuesta, en la inmensa mayoría de los casos, cuando hemos analizado el tema, es que tiene que presentar concurso de acreedores y, en la práctica cerrar la empresa. Pocas veces hay otra salida. Pague usted a Hacienda, o ‘baje la persiana’.

Aunque hemos renunciado hace tiempo a entender el porqué de esta indiferencia del legislador a los problemas de la empresa, estaría bien que, al menos al socaire de la desgracia sanitaria que nos ha tocado vivir como sociedad, se legislase pensando también en las personas que, sin ser autónomos ni trabajar en pymes, van a perder su trabajo a causa de la inflexibilidad de la legislación y la indiferencia congénita de la Agencia Tributaria hacia quienes crean empleo y riqueza.

Jordi Capelleras