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Frente al revuelo que ha levantado su publicación, la STJUE de 26 de enero de 2017 no aporta grandes novedades al debate sobre las cláusulas de vencimiento anticipado. Da respuesta a una cuestión prejudicial que había sido formulada por un juez español hace tres años. Y lo hace además con un lenguaje que, en algunos pasajes, es ininteligible.

A mi modo de ver, el vencimiento anticipado de los préstamos concedidos por los bancos, y la ejecución de la correspondiente garantía, debería producirse cuando el grado de incumplimiento del deudor muestre una probabilidad muy significativa de que ese incumplimiento va a continuar sin solución de continuidad. En estos casos debe funcionar la lógica recuperatoria. En el resto de casos no: ni es conveniente para las partes, ni el Banco cuenta con suficientes incentivos para ejecutar la garantía. Tan importante para los bancos es la rentabilidad del crédito como su facilidad recuperatoria. Las ejecuciones cumplen a este respecto una importante función. Ahora bien, el propio Banco Central Europeo reconoció en su Dictamen de 22 de mayo de 2013 (CON/2013/33), emitido a instancias del Gobierno de España, que “la ejecución hipotecaria debe considerarse el último recurso”, y que “los prestamistas garantizados deberían estar interesados en evitarla”. Podría decirse que la ejecución hipotecaria, aparte de un drama personal y familiar para el cliente, supone también un clamoroso fracaso para el negocio bancario.

La validez de las cláusulas de vencimiento anticipado no es una cuestión discreta sino una cuestión de grado. No tolera una respuesta tajante -sí o no, todo o nada-; pide una respuesta ponderada. Por ello hay que huir de simplificaciones. Es claramente abusivo permitir la resolución anticipada por el impago de un único plazo, o por el impago de tres, de seis o de nueve en un préstamo a treinta o cuarenta años, pongamos por caso. Pero también es desproporcionado y contraproducente amputar del contrato la facultad resolutoria del Banco por el mero desfase de unas condiciones predispuestas en otro contexto legal, o incluso cuando el propio Banco (consciente de ese desfase) no hace uso de la literalidad de la cláusula para pedir la ejecución y espera a que el incumplimiento del cliente se convierta en relevante.

Nada que objetar a que los jueces y tribunales tutelen los derechos de los consumidores y usuarios. Así debe ser por imperativo constitucional. Sin embargo, no podemos olvidar que la rentabilidad y aun la supervivencia de la industria bancaria depende en gran medida de la previsibilidad de la respuesta jurídica a los innumerables problemas que suscita la comercialización del crédito. Ninguna industria puede estar sometida a un permanente test de estrés por las decisiones judiciales. El Derecho no se construye sobre profecías sino sobre normas claras y justas. Aquí hay un peligro del que debemos ser muy conscientes: los jueces están ocupando los espacios que en puridad le corresponden a las Cortes o al Gobierno.

El modelo de nuestra ejecución hipotecaria presenta acusados síntomas de agotamiento. La abulia de nuestros legisladores está permitiendo que nuestros los jueces resuelvan los problemas caso por caso. Pero los jueces no pueden erigirse en gobierno del mercado hipotecario. Para evitar que eso ocurra el propio legislador no debería dejar poder suelto, ni resquicios a la improvisación o al populismo. Es necesario que sean las normas, no las sentencias, las que señalen qué es abusivo y qué no lo es, y que lo hagan no de una vez para siempre, sino permanentemente, con claras actualizaciones de las listas, negras o grises, de cláusulas y prácticas contractuales abusivas. Embridar el poder del mercado que cualifica al predisponente bancario reclama un decidido y convencido programa legislativo. La seguridad jurídica pide normas claras, no sentencias cuyos juicios de proporcionalidad o ponderación resultan siempre imprevisibles y a veces incluso desviados. ¿A qué estamos esperando?

Artículo publicado en El Economista

Pedro Yanes Yanes