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Resulta evidente que ante la actual situación económica, y las evidentes dificultades de acceso al crédito han proliferado contratos de préstamo que podríamos considerar incluidos dentro de la “usura”, entendiendo tal término en su sentido popular. En este sentido, el propio Diccionario de la Lengua Española (DRAE) entiende por usura, entre otras acepciones, el interés excesivo en un préstamo, o la ganancia, fruto, utilidad o aumento que se saca de algo, especialmente cuando es excesivo.

A priori, debemos tener presente que los préstamos en general, y en tanto, que contratos libremente estipulados entre las partes están amparados en el principio de libertad de pacto, pero lo cierto es que en ocasiones generan auténticas desigualdades entre las obligaciones de las partes, cuando no auténticos abusos, los cuales rozan el ilícito, no solo civil, sino incluso penal.

A pesar de este evidente hecho, lo cierto es que los mismos no parecen merecer la mínima atención por parte del Legislador, habida cuenta de que la regulación de tales figuras viene contenida en la, en nuestra opinión y sin desmerecer la verdadera importancia histórica que la misma ha tenido, desfasada Ley de Represión de la Usura (o Ley Azcárate), la cual data de 23 de julio de 1908. A su favor, se viene sosteniendo que la misma establece principios o criterios tan amplios que permiten su adaptación a las propias circunstancias del caso por parte de los órganos judiciales, si bien entendemos que dados los abusos que se están permitiendo y la inseguridad jurídica creada, sería oportuno delimitar y objetivizar en la medida de lo posible los supuestos que permitiesen calificar un préstamo como usurario, y establecer las correspondientes sanciones y mecanismos de defensa.

¿Cuándo debemos considerar un préstamo u operación asimilada como “usurario”?. A tal efecto, dicha Ley Azcárate, establece tres supuestos de calificación como tal:

1. Aquellos en que se estipula un interés superior al normal del dinero y manifiestamente desproporcionado con las circunstancias del caso. Pero lo cierto es que no existe criterio alguno que permita objetivizar cuándo el interés es superior al normal del dinero y desproporcionado, debiendo estar a las concretas circunstancias, lo cual entendemos que debería ser objeto de análisis por parte de nuestro Legislador, estableciendo criterios o fórmulas al respecto, evitando que sea el Juez quien determine tal extremo, lo que de facto provoca confusión y pronunciamientos contradictorios.

2. Los que consignen condiciones tales que resulten leoninos o pactados de forma que todas las ventajas sean establecidas a favor del acreedor, habiendo motivos para estimar que han sido aceptados por el prestatario a causa de sus situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades mentales, de donde se deduce la necesaria concurrencia de dos circunstancias acumulativas: 1ª) la existencia de condiciones que permitan considerarlo como leonino o pactado de forma que todas las ventajas sean establecidas a favor del acreedor, y; 2ª) que existan motivos para estimar que han sido aceptados por el prestatario a causa de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades mentales.

3. Los contratos en que se suponga recibida mayor cantidad que la verdaderamente entregada, cualesquiera que sean su entidad y circunstancias, supuesto referido a aquellos casos en los que existe una discrepancia entre lo realmente querido por los contratantes y la manifestación o exteriorización de su voluntad con el fin de que el deudor devuelva una cantidad que en parte no ha recibido, encubriendo así un pacto ilícito de intereses abusivos con apariencia de legalidad.

Pese a ello, y dejando al margen el ámbito penal en el cual cabría incardinar la conducta de ciertos prestamistas como auténticos ilícitos susceptibles de sanción penal (así, estafas o coacciones y amenazas), la propia Ley Azcárate sanciona tales préstamos con la nulidad, afirmando que declarada la misma, el prestatario estará obligado a entregar tan sólo la suma recibida, sin intereses, y si hubiera satisfecho parte de aquélla y los intereses vencidos, el prestamista devolverá al prestatario lo que, tomando en cuenta el total de lo percibido, exceda del capital prestado, aun cuando quepa incluso plantearse desde un punto de vista teórico el propio alcance de la declaración de nulidad y sus propios efectos.

Sentado lo anterior, lo cierto es que soy crítico ante la ausencia de normativa que adapte tal figura a la situación actual, se extiende no sólo a la propia concreción de los supuestos anteriores y su adaptación a las nuevas técnicas contractuales, sino también y especialmente debe extenderse a los propios mecanismos tanto de control por las autoridades como de defensa por parte de los propios deudores. Así, como ya ocurre en ciertos ámbitos, debería rodearse la formalización de dichas operaciones de ciertos requisitos formales y límites que permitieren controlar a priori el carácter de sus cláusulas (así, a modo de ejemplo, exigencias previas de información y registro e incluso su control por parte de los fedatarios públicos que intervinieren, entre otras).

Junto a ello, deberían preverse fórmulas de defensa procesal, por ejemplo, en los propios procedimientos de ejecución hipotecaria en aquellos supuestos en que como garantía de devolución del préstamo se hubiere constituido una hipoteca, admitiéndose como fórmula de oposición el carácter usurario, e incluso sancionando con la propia nulidad de la constitución de la garantía en aquellos supuestos de declaración de dicho préstamo como usurario.

Pese a todo ello, lo cierto es que en la actualidad, en nuestra labor como abogados, no nos cabe más opción que manejar los instrumentos jurídicos que tenemos a nuestro alcance, lo cual unido a la inseguridad que puede ofrecer la materia en ciertas ocasiones, dificulta enormemente nuestra labor de defensa jurídica, viendo cómo situaciones auténticamente injustas no cuentan con adecuados mecanismos de protección y defensa.

Andrés Íñigo
Director de Mercantil en Grant Thornton