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Necesitamos controlar nuestro modo de ocupar el territorio, hacia arriba y hacia abajo. Necesitamos controlar el desarrollo del suelo en función del sentido y misión que queramos dar a cada porción; tanto al territorio cuyo destino será surtirnos de recursos naturales (agua, minas, agricultura, ganadería) como al que transformamos para vivir, trasladarnos, trabajar, amar, descansar y morir.

Ocupamos el suelo cuando lo transformamos urbanísticamente y también cuando lo protegemos, cuando lo reservamos. En ambos casos decidimos la finalidad del suelo.

Sin embargo, no estamos consiguiendo controlar nuestro modo de ocupar el suelo, el territorio. No lo conseguimos cuando muchos planes generales son anulados, sentencia tras sentencia, cuando pasan décadas sin comenzar desarrollos necesarios, cuando permitimos usos e intensidades que son verdaderas hipotecas (aeropuertos)…

Sobre esto último, el proyecto de nueva ley del suelo de la Comunidad de Madrid (nunca antes ese tecnicismo fue tan apropiado, dado que en proyecto se va a quedar si los representantes políticos no lo remedian) reconoce que no se puede ocupar el suelo sin cerciorarnos de que aquéllo va a tener alguien realmente interesado y capacitado para cuidarlo y disfrutarlo.

También nos hace falta controlar nuestro modo de ocupar el suelo ya transformado. Me refiero al suelo transformado por nuestros antepasados: no nos tomamos en serio (cualquier uso del plural lo identifico con la sociedad en su conjunto) los yacimientos arqueológicos a pesar de que nuestra Historia es un excelente activo, muy lejos de ser una carga.

Tampoco lo conseguimos cuando tenemos a la deriva muchas urbanizaciones legales que tratamos como hijos no deseados, cuando el paso de los años después de estar en una vivienda no garantiza que alguien no nos diga que vivimos en un desarrollo ilegal…

Por supuesto, nuestro territorio es el foro que debe recibir el legítimo cruce de ideas, deseos y prioridades dispares que enriquecen la sociedad. Pero, ¿cómo podemos volver a controlar este modo de ocuparlo?

Necesitamos un principio, un punto de partida útil. Quizá no tenemos que buscarlo, podemos acudir a la función social del derecho a la propiedad privada que defiende nuestra Constitución: se trata de que cada suelo tenga un dueño, pero un dueño motivado, que recuerda a aquel polvo enamorado de nuestro gran Quevedo.

Por tanto, necesitamos romper el techo de cristal y conseguir dueños motivados a lo largo y ancho nuestro territorio. En el suelo rural, tanto en su acepción jurídica -aquellos territorios que nos conviene proteger y los que utilizamos como recurso natural- como en su sentido metafórico y toponímico, es decir, en el mundo rural -el de los pueblos que no ven otro horizonte que la extinción- cuyo envejecimiento demográfico desvelan los datos del INE de 2017. La Revolución Industrial modificó muchas balanzas en nuestro territorio, logró dar vida a zonas deprimidas, pero la Cuarta Revolución que tanto se menciona también puede deparar sorpresas.

Y por supuesto, dueños motivados en el suelo urbanizado y transformado, en el que la rehabilitación edificatoria y la regeneración urbana es un reto apasionante, quizá el principal, al menos durante una o dos décadas en muchas zonas especialmente del litoral, en las que ni siquiera hoy aún se han logrado digerir los excesos urbanísticos e inmobiliarios del cambio de siglo.

No hay tiempo que perder, hay mucho que ganar. Renovemos los consensos en el pilar de la función social de la propiedad privada (y de la pública, que se presume, pero que en ocasiones se diluye), motivemos a los dueños mediante el impulso de lo que urge desarrollar, rehabilitar o regenerar; mejoremos lo que no funciona, empezando por establecer procedimientos de aprobación de planes de ordenación más ágiles. El nuevo Ministro de Fomento, José Luis Ábalos, puede liderar la renovación de estos consensos.

Alfonso Llorente Caballero