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Hay espectáculos que tienen en verano su parón o su temporada baja. Es lo que pasa con el fútbol o el baloncesto y también con el cine, el teatro o la ópera. Con otros ocurre lo contrario; los mejores grandes premios de la Fórmula 1, el tour de Francia y lo mejor de la temporada taurina vienen con el calor (es verdad que también se reestrenan clásicos cinematográficos). Este año, parece que la reestructuración bancaria se alinea con estos últimos –y si me dicen que esto no es un espectáculo, permítanme que objete que parece cuestión de gustos-. Ha sido empezar a subir la temperatura y desatarse una fiebre de operaciones corporativas en todos los frentes: el cierre de la subasta de Catalunya Banc con BBVA como inesperado ganador, la compra, por Popular, de buena parte del negocio minorista de Citi y, muy recientemente, la adquisición por Caixabank de la franquicia española de Barclays Bank, todo ello aderezado con algún otro movimiento transaccional.

Es muy arriesgado afirmar que el mapa bancario español esté llegando al punto  de su estabilización, pero es lo que dictan el sentido común y la aritmética. Uno empezaría a preocuparse por las perspectivas del tour de Francia si el número de inscritos se redujera cada año. Una carrera que se precie requiere que tomen la salida unos doscientos ciclistas. Y a nosotros ya empieza a quedarnos poco hasta para montar una escapada digna de tal nombre. Nunca son descartables las sorpresas, pero, ya digo, la intuición dice que el proceso de concentración debe conocer un límite. Lo razonable sería esperar que, a partir de aquí, la reestructuración y la actividad transaccional empiecen a girar “hacia dentro”, con las entidades concentrándose en sí mismas y en sus propios y complejos balances.

Insisto, es muy arriesgado dar por finalizada la etapa de concentraciones, pero cabe aventurar que nos acercamos ya a ese día después en el que, concluidos los procesos que acaparan titulares quedará por delante la poco lustrosa tarea de construir un nuevo modelo de banca y afrontar el entorno regulatorio, más exigente y con nuevos actores, entre ellos el BCE en su nuevo rol de flamante supervisor único para los bancos europeos más importantes, entre los que, como efecto de los tamaños derivados de la propia concentración, se encuentran todos los españoles. En cierto sentido, el reto de la banca española no es muy distinto del que afrontan otros sectores empresariales: adaptarse a una realidad en la que no todo podrá fiarse a los estímulos externos y a un crecimiento económico robusto y, por tanto, la rentabilidad deberá buscarse por la vía de la eficiencia en el uso de los recursos y la calidad de la gestión.

Las que, salvo honrosas excepciones, parecen haber dado por concluida su aventura en el mundo de la banca comercial en España son las entidades extranjeras. Aprovecharon la solución de una crisis para entrar en un mercado que, hasta entonces, había estado cerrado, y parece que, en el marco de la solución de otra, han decidido dejar este país por imposible o por demasiado difícil. En el ínterin, queda una historia para escribir. El capital extranjero ha llegado a ser tan dominante en algunas industrias en España que casi se nos olvida que es extranjero, de puro familiar. Pero parece claro que el sector financiero no es uno de ellos. Es pretencioso decir, así, en general, que los españoles saben hacer banca mejor que otros –sobre todo, visto lo visto- pero parece innegable que es una banca con la que resulta difícil competir en su terreno. Será porque el sector no goza, precisamente, de la mejor de las imágenes, pero no deja de ser curioso que estando, como estamos, muy contentos de ser una potencia exportadora de coches, a fin de cuentas, franceses o alemanes, pasemos por alto que España es un exportador de tecnología y procesos bancarios  y que, allí donde han llegado, nuestros grupos multinacionales iban descubriendo que el concepto de “eficiencia” no significaba lo mismo en según qué lado del Atlántico… o del Pirineo.

La pregunta de por qué no ha llegado a haber, en España, franquicias bancarias fuertes de propiedad extranjera no admite respuesta fácil. Hay un cúmulo de razones, unas estructurales y otras puramente circunstanciales. Es muy socorrido hablar de “factores culturales” pero es lícito pensar que a esos “factores culturales” no son ajenos errores estratégicos y cierta incapacidad para aceptar la realidad de un mercado. De nuevo, siempre hay terreno para las sorpresas, pero el sentido común dicta que, si los treinta años largos entre la crisis de los 80 y la crisis que vivimos no vieron nacer un gran banco español de propiedad extranjera, es difícil que lo veamos en el futuro. Los “campeones nacionales” son ahora campeonísimos. Si no resultó muy exitosa la batalla por un mercado en expansión, ¿quién quiere asumir una lucha sin cuartel por un mercado que no crece? Todo ello sin contar, claro está, que bastante tiene cada uno en su casa.

Autor: Fernando Mínguez