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Todavía siguen en alto las espadas del debate sobre la racionalidad económica y la legitimidad jurídica de las cláusulas suelo en los préstamos con garantía hipotecaria. Y sin embargo, una nueva versión de ellas pugna por abrirse paso entre las estipulaciones de estos contratos.

No es momento de volver sobre los términos en que se ha producido la encendida controversia sobre tales cláusulas, pero no está de más recordar ahora que estas previsiones encierran pactos limitativos de la variación de los tipos de interés, incorporados al diseño de las operaciones bancarias activas con la finalidad de que los bancos maximicen a un tiempo la probabilidad de la recuperación y la suficiencia de la remuneración.

Su función económica no es otra que la de asegurar un rendimiento mínimo del activo (el préstamo) que permita recuperar los costes de producción y mantenimiento en los que incurre el Banco en la concesión del crédito: el coste del dinero, que cuando se obtiene en el mercado minorista presenta resistencias a bajar a partir de un determinado rango de interés (coste inelástico relativo), y el coste de la estructura necesaria para producir y administrar los préstamos, que se genera con independencia de la fluctuación del precio del dinero. Y su función sistémica, la de hacer posible que en tiempos de anormales e impredecibles reducciones de los tipos de interés las entidades de crédito puedan seguir haciendo frente al pago de su pasivo.

Sin embargo, la cláusula suelo no ha logrado superar el test de abusividad’ o el test de transparencia, y se encuentra hoy prácticamente proscrita. En este nuevo escenario, la función que las acotaciones cumplían en los contratos de préstamo comienzan a cumplirse por medios distintos, muy posiblemente a través de significativos incrementos de los spreads. Junto a ello, los “ingenieros contractuales” han creído necesario conjurar el riesgo de que la falta de un suelo pueda comportar un cambio de papeles en el contrato que termine penalizando a las entidades de crédito. La pregunta que les ha asaltado es muy sencilla: ¿y si los intereses variables descienden por debajo de cero? Para una mentalidad matemática, un interés negativo obligaría al banco a retribuir al cliente. Para una mentalidad jurídica, no, o al menos no siempre.

Es esta mentalidad matemática la que explica que en ciertas escrituras de hipoteca se empiece a leer, con alguna perplejidad, una declaración que más o menos viene a decir lo siguiente: “Se hace constar expresamente que a pesar de que el tipo de interés de esta operación crediticia es variable, la parte deudora nunca se beneficiará de descensos del tipo de interés aplicable por debajo del cero (0,00), por lo que en ningún caso podrán devengarse intereses a favor del deudor”. Pero la prevención, que es innecesaria, termina resultando extravagante.

Porque, en efecto, si el sentido común enseña que pactándose un interés variable libre –esto es, sin acotaciones mínimas ni máximas– el suelo está en el cero y el techo puede alcanzar los cielos, el sentido jurídico dice que el contrato de préstamo puede ser gratuito u oneroso, según se hayan pactado o no intereses a favor del prestamista, pero nunca podrá ser un contrato retribuido para el prestatario, salvo que se transformara su naturaleza jurídica y se convirtiera, bien en un contrato de cuenta corriente con intereses pactados a favor de ambas partes, bien en un depósito retribuido.

La naturaleza del contrato de préstamo –un contrato por el que una parte entrega a la otra dinero u otra cosa fungible con condición de devolver otro tanto de la misma especie y calidad (art. 1.740 del CC)– hace inútiles tales prevenciones, por más que la Dirección General de los Registros y del Notariado, con gran benevolencia, haya señalado que “no constituye una cláusula suelo del cero por ciento sino una cláusula aclaratoria de la naturaleza del contrato de préstamo que se firma, ya que aunque no existiera, éste no podría generar intereses negativos porque en tal caso vería alterada su naturaleza jurídica” (Res. de 8 de octubre de 2015). Pero más allá de esta benevolencia, es claro que una cláusula suelo-cero no puede tener la consideración de cláusula suelo, ni en el plano conceptual ni en el plano de la protección de los consumidores. Lo que es un misterio para los matemáticos, representa una evidencia para los juristas.

Pedro Yanes