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El indeseable COVID-19 ha desatado una crisis humanitaria internacional sin precedentes. Cualquier medida está siendo poca para frenar su multiplicación y evitar la pérdida de nuestros seres queridos. En uso de las facultades que le confiere la Constitución, el Gobierno central ha decretado el estado de alarma mediante el Real Decreto n.º 463/2020, de 14 de marzo.

Junto a los estados de excepción y de sitio, el de alarma constituye una de las tres formas de organizar los poderes del Estado ante situaciones extraordinarias que hagan imposible la normal actuación de las instituciones (vid. artículo 116 de la Constitución española). Siendo el estado de alarma la forma menos invasiva para los derechos fundamentales de los ciudadanos y el de sitio la más intensa, las condiciones de aplicación de cada uno de estas formas de organización se encuentran reguladas en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio.

Según su artículo once, con el decreto de estado de alarma y los sucesivos que se dicten se puede adoptar un catálogo cerrado de medidas:

a) limitación de la circulación de las personas
b) requisa de bienes e imposición de prestaciones de hacer
c) intervención u ocupación de industrias y entidades análogas
d) limitación del uso de servicios y del consumo de bienes
e) impartir órdenes para garantizar el abastecimiento de los mercados.

Entre estas medidas no está, como se ve, la suspensión de la actividad de la Administración de Justicia ni la paralización de los plazos de prescripción de delitos y penas. Esta conclusión viene avalada, por lo menos, por una interpretación sistemática de los artículos que integran la Ley Orgánica 4/1981, pues la suspensión de la mayor parte de la actividad de uno de los tres poderes del Estado parece que encaja mejor en la lógica del estado de excepción. Baste la lectura del artículo trece, apartado uno, para verlo: «[c]uando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restablecerlo y mantenerlo, el Gobierno, de acuerdo con el apartado tres del artículo ciento dieciséis de la Constitución, podrá solicitar del Congreso de los Diputados autorización para declarar el estado de excepción».

Quiero subrayar que, con estas líneas, no se pretende poner en duda, ni lo más mínimo, la conveniencia de las medidas adoptadas por el Gobierno central en la lucha contra este maldito virus. Pero por grave y compleja que sea la situación, a esta no se le puede hacer frente con decisiones que desborden el Estado de Derecho, al margen de la Constitución y las Leyes que la desarrollan.

Tan claro como que el funcionamiento de la Administración de Justicia debía detenerse lo es que las razones que fundamentan la prescripción de los delitos y de las penas no pierden validez durante el confinamiento. Los días que pasemos en esta situación restarán intensidad a la necesidad de prevención general derivada de la comisión del hecho delictivo; el tiempo que consumamos dificultará el esclarecimiento del hecho.

Si, a pesar de ello, se quisiera interrumpir el cómputo de los plazos de prescripción de los delitos y de las penas, es dudoso que ello se pueda conseguir de modo conforme a Derecho con un Real Decreto aprobado por el Consejo de Ministros en el que se declare el estado de alarma, prorrogable quince días después con mayoría simple en el Congreso.

Tal y como el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo han manifestado en reiteradas ocasiones, las disposiciones que regulan la prescripción de los delitos y de las penas se consideran normas de Derecho penal sustantivo. Esto significa que su aprobación y modificación debe tramitarse mediante Ley Orgánica, lo cual requiere una mayoría cualificada en el Congreso: mayoría absoluta (artículo 81 de la Constitución). En lo relativo a su aplicación, el Derecho penal sustantivo está sometido al principio de legalidad penal, en virtud del cual no cabe aplicar las normas sancionadoras penales mediante analogía (artículo 25 de la Constitución).

A la luz de los artículos 11 y 13 de la Ley Orgánica 4/1981, sobre el estado de alarma, excepción y sitio, parece que la suspensión de la actividad de la Administración de Justicia no se cuenta entre las medidas propias del estado de alarma, por lo que la suspensión de los plazos de prescripción penales a través de esta forma de organización podría considerarse una aplicación analógica desfavorable a reo de los artículos del Código penal que regulan la prescripción de los delitos y de las penas (artículos 131-133), en relación con la Ley Orgánica 4/1981. Ello sería contrario al derecho fundamental a la legalidad penal, previsto en el artículo 25 de la Constitución. Adviértase que este derecho no se encuentra entre los que pueden ser suspendidos en estado de excepción o de sitio (vid. artículo 55.1 CE).

El COVID-19 ha provocado una pandemia sin precedentes. No agravemos la situación con una aplicación tosca de los instrumentos que el Estado de Derecho pone en manos de los poderes públicos para hacerle frente.

Albert Estrada, Doctor en derecho y consultor académico de Molins Defensa Penal – aestrada@molins.eu

Fuente: Molins - Defensa Penal

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