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El reciente e interesante estudio Los españoles ante el cambio climático, del Real Instituto Elcano, planteaba a los entrevistados una serie de afirmaciones sobre políticas públicas relacionadas con el cambio climático. Los entrevistados, de forma masiva, eligieron las opciones que expresan un mayor acuerdo con políticas destinadas a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, aunque ello suponga mayores costes para los ciudadanos, menor disponibilidad de recursos por parte del Estado para dirigirlos a otros fines u otros inconvenientes. Sin embargo, cuando se planteó la afirmación “Los ciudadanos tenemos que pagar más impuestos por nuestras emisiones”, aparece una caída sustancial del apoyo. Sólo el 56 por ciento de los entrevistados están de acuerdo con esta afirmación.

Por otra parte, periódicamente se conocen estudios y recomendaciones de organismos internacionales apuntando al escaso peso que tiene la fiscalidad ambiental en España. Pero lo cierto es que las bases de la fiscalidad medioambiental se remontan a los inicios del siglo pasado. En 1920, el economista Pigou ya planteaba la posibilidad de utilizar el instrumento fiscal para corregir determinados problemas ambientales. Y en España, a principios de los años 70, podemos encontrar publicaciones abordando los impuestos sobre la contaminación y el papel de la Hacienda pública en relación con el medio ambiente. Desde entonces, se han desarrollado numerosos análisis desde el punto de vista económico y jurídico tanto a nivel nacional como internacional.

A pesar de lo anterior, si examinamos nuestro sistema tributario, se pone de manifiesto una desatención por parte del Estado, que ha sido aprovechada por las Comunidades Autónomas para, con mayor o menor fortuna, tratar de ocupar el nicho de la fiscalidad ambiental. Esto ha llevado a un crecimiento exponencial de impuestos ambientales, de forma desordenada, poco coordinada y, en ocasiones, con franca incoherencia respecto a los objetivos ambientales. Piénsese, por ejemplo, en la intrínseca dificultad de conciliar la transición hacia las energías limpias con el establecimiento de tributos que graven los parques eólicos o las centrales hidráulicas -lo cual, en relación con los primeros, ha sido calificado de “lamentable” por el Abogado General del Tribunal de Justicia de la UE, habiendo puesto asimismo de manifiesto su sorpresa en relación con los segundos-.

Los tímidos abordajes realizados a nivel estatal tampoco han estado exentos de polémica. Por ejemplo, todas las modificaciones tributarias introducidas en 2012 por la Ley de Sostenibilidad Energética plantean serias dudas sobre su compatibilidad con el Derecho de la Unión, habiéndose iniciado ya procedimientos ante el Tribunal de Justicia de la UE contra tres de ellas -el impuesto nuclear, el canon hidráulico y el impuesto sobre el valor de la producción de la energía eléctrica-.

Ante esta situación, es necesaria una reflexión sobre cómo debería afrontarse una reforma fiscal ambiental. Parece ineludible que esta se aborde, necesariamente y por este orden, siguiendo los siguientes pasos:

  1. Identificar los objetivos ambientales que se pretenden alcanzar. No se trata de crear impuestos sin sentido. Deben estar orientados a alcanzar un objetivo determinado, que no debería venir solo marcado por la recaudación esperada, sino prioritariamente por los objetivos ambientales que se buscan.
  2. Identificar el instrumento más adecuado para alcanzar dicho objetivo. A este respecto, es habitual distinguir entre instrumentos jurídicos -command&order- e instrumentos económicos. Un buen ejemplo lo podemos encontrar en las bolsas de plástico. Durante un tiempo se intentó limitar su uso mediante la introducción de impuestos. Finalmente, se ha optado por la prohibición de su entrega gratuita.
  3. Elegido el instrumento económico, se ha de determinar cuál es el más eficiente para lograr el objetivo ambiental que se ha definido. Es el debate que se plantea, por ejemplo, a la hora de controlar las emisiones atmosféricas, entre el mercado de derechos de emisión y los impuestos. En este debate, como reverso del principio “quien contamina paga”, se han de valorar igualmente las subvenciones y los beneficios fiscales.
  4. Si, tras los análisis anteriores, se opta por la fiscalidad ambiental, sería conveniente que esta se introdujera de forma progresiva: eliminando de los tributos existentes los elementos distorsionadores que fomentan conductas degradadoras del medio ambiente; ambientalizando” los tributos existentes; y, por último, la introducción de nuevos impuestos ambientales.
  5. A la hora de introducir nuevos impuestos ambientales, sería aconsejable inspirarse en el principio de neutralidad de la “reforma fiscal verde”. Esta teoría económica sugiere destinar los recursos adicionales provenientes de la tributación ambiental a reducir aquellas cargas -tanto de tributación directa como de seguridad social- que lastran el empleo, de forma que se mejora el medio ambiente y la creación de empleo.
  6. Realizado todo lo anterior, es imprescindible un seguimiento de las medidas introducidas, evaluar su eficacia respecto a los objetivos ambientales identificados e introducir las medidas correctoras que, en su caso, procedan.

En definitiva, el medio ambiente no puede servir de simple excusa para la introducción de nuevos impuestos. Si queremos mejorar el grado de aceptabilidad social de los tributos ambientales, estos se han de encontrar correctamente definidos, integrados en el conjunto del sistema tributario y coordinados con las políticas ambientales. En caso contrario, proliferarán las respuestas negativas basadas en el “ya pago muchos impuestos”, principal argumento que, en la encuesta con la que abrimos este artículo, se utilizó para justificar una respuesta negativa a la posibilidad de pagar “algo más” por el impuesto de circulación.


José María Cobos, socio del Departamento Tributario de Garrigues en Madrid.